domingo, 17 de febrero de 2013

Luna.

La Paz de una cálida noche en el jardín, el cielo aborregado que dejaba ver las pocas estrellas fulgurantes en el firmamento y la luz de una luna azulada que hipnotizaba al que la miraba, se reflejaba en los ojos de Adriana, quien sentada en el filo de una pequeña banca a lado de un rosal miraba fijamente al infinito encanto de la noche y suspirando, de vez en vez, y meditando mientras se bronceaba con esa luz de luna llena.


Lejos, muy lejos de aquel jardín, estaba Roberto que veía en su sueño un ángel. No veía su rostro sino sólo la escuchaba y que dejaba una sensación de alegría en el corazón del soñador, quien siempre sonreía, cada noche y cada día en que se encontraba con aquella voz que poco a poco formaba la silueta de una dama.


Adriana, contemplando la inmensidad de la noche desde su balcón, suspiraba y recitaba una bella canción mientras soltaba su cabello antes de dormir una noche más... Entre suspiros y sonrisas, aquella mujer cantaba un poco a la luna.


A lo lejos, muy lejos de aquel bello momento, Roberto miraba también a la luna mientras le recitaba un verso: luz tenue de madrugada que baja por la orilla de la escalinata, que bañas con tu brillo el aura de las almas y que regalas las más bellas madrugadas... Permíteme que en esta noche en los sueños vea el rostro de aquel ángel que me habla...


En la paz de su alcoba, Adriana continuaba acicalando su cabello antes de dormir mientras la luna le acompañaba al pie de su ventana. Entre las cortinas se colaba aquella mágica luz que iluminaba los ojos de la bella princesa. 


A la distancia, Roberto miraba al cielo; contemplando el manto estelar sabía que la hora de dormir había llegado...


La vida y los años se encargaron de juntar, tal vez por el azar, tal vez por el destino a ese par de almas que, sin saberlo, habían quedado flechados por el mismo encanto de las noches de luna azul.


Una de tantas veces que solía a caminar, en una banca en medio de un bello jardín de la Ciudad, entre la gente, el ajetreo y la inmensidad de sonidos, mirando fijamente hacia donde estaba ella, Roberto sorprendido por su belleza pero tímido, tal vez por la circunstancia, se acercó al sitio donde Adriana escribía las canciones que noche a noche cantaba a la luna. 


Simplemente se miraron un poco antes de charlar sobre todo. Literalmente Roberto creía que era un sueño al ver que aquel ángel con el que soñaba existía en el mundo fáctico, que era tangible y en cuyos ojos la inmensidad del cielo era una nada. 


Sin saberlo, en medio de aquel jardín citadino y con la luz de luna dibujando las sombras del sendero, con el reflejo de las estrellas en sus ojos y con el brillo de la luna en los ojos de él, caminaron hasta que ella se fue, de nueva cuenta a la distancia a cantarle a la luna mientras que él se enamoró de la luna a través del reflejo en los ojos de Adriana.


... La hora de soñar había llegado para ambos quienes una vez más, tal vez sin saberlo, habrían de encontrarse allá, en donde todo es posible... Allá donde la luna llega también con su encanto a iluminar sus caminos por toda la eternidad...





Carlo Moreno-Jiménez (el Andariego)
Ciudad de México, Distrito Federal a 16 de febrero de 2013

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